El tema es ampliado y profundizado en el libro
El poder de la estupidez
(junio 2010)

Kali

Estupidez y superstición


Por Giancarlo Livraghi
gian@gandalf.it
julio 2006

Traducción castellana de Gonzalo García
febrero 2010

disponibile anche in italiano


En general, admitimos que la superstición es algo estúpido; y, al igual que la estupidez, en ocasiones no tiene más valor que cualquier otra tontería. Sin embargo, también puede resultar peligrosa en muchos aspectos. Pero aun así, cuesta entender qué es en realidad, porque solo disponemos de una definición vaga e incierta.

Puede resultar una cuestión muy subjetiva. Lo que una persona (o una cultura) considerar como una superstición absurda, otros quizá lo admiten como creencia válida. Y, por supuesto, todo el mundo debe ser libre para creer en aquello que mejor le parezca.

En todas las culturas, y en todas las épocas, hay algo que recibe la etiqueta de superstición, mito o brujeríia y solo con el paso del tiempo termina entendiéndose como un avance de la ciencia y el conocimiento. También ocurre a la inversa. Podemos considerar que ahora somos más “ilustrados” o estamos más cerca de la “luz del conocimiento”, pero este tipo de situaciones siguen existiendo.

¿Quién sabe si mañana no daremos con una inesperada validación científica de algo que hoy nos parece una teorí peregrina? Para llegar al meollo del asunto, tenemos que mantenernos lejos (igual que hemos hecho en El poder del oscurantismo) de las consideraciones de fe: religiosa, política, ideológica o de cualquier otro tipo. Aunque la línea divisoria suele resultar incómoda de manejar, de puro fina.

Puede darse el caso, por ejemplo, de que una persona sea verdaderamente cristiana pero no crea en el poder milagroso de una reliquia, una imagen o un icono, en las infinitas apariciones de ángeles, santos o demonios, ni en la proliferación de estatuas y representaciones sangrantes o llorosas. Igual que muchas personas pueden “creer” en estas cosas sin tener una profunda fe religiosa.

Si adoptamos otro punto de vista, puede resultar exagerado tachar de “superstición” algunos fetiches menores, que en ocasiones no son sino una costumbre inofensiva en personas que ni siquiera son “crédulas” (como por ejemplo, “tocar madera” – o lo que sea que se considere que trae buena suerte – sin creer en que de verdad el gesto pueda tener la menor importancia).

En la navegación también hay ciertos augurios y auspicios en los que nadie cree de verdad, pero que suelen evitarse – aunque solo sea en tono de broma – para no invocar a la “mala suerte” sin necesidad. Entre ellos está, por ejemplo, la creencia de que el verde es un color que trae mala suerte (si no aparece en un semáforo, una luz de posición o forma parte de una bandera).

Uno de los muchos episodios que podríamos citar al respecto se dio en las regatas preliminares de la Copa América de 2000. Uno de los equipos más fuertes decidió desafiar a la leyenda izando spinnakers verdes, pero las roturas de muchas de esas velas fueron una de las causas que les impidieron la victoria. ¿Quizá todo sucedió porque usaron un tinte que casi nunca se utiliza y no se había comprobado su comportamiento? ¿O fue por el error que cometiera uno de los responsables de esas velas, incómodo con su color? ¿Falló la coordinación en una tripulación nerviosa ante aquel verde de mal agüero? Es difícil saberlo. Pero he de confesar que yo mismo no me sentiría muy cómodo, en el mar, a bordo de un barco con las velas verdes.

En ciertas ocasiones, en son de broma, todos podemos tratar como prevención frente a los malos augurios lo que en realidad no es más que sentido común, que nos prepara para problemas inesperados. Podemos trazar donde mejor nos parezca la línea divisoria entre la credulidad y la creencia; o entre la credulidad malsana y las costumbres inofensivas, como llevar un pequeño “amuleto de la suerte”.

Puede llegar a funcionar de verdad, pero eso no lo convierte en algo mágico: llevar o tocar cosas que nos recuerdan a alguien o generan en nosotros una sensación agradable puede mejorar nuestro estado mental, reducir tensiones y hacernos sentir más cómodos y más atentos.

En algún punto intermedio, aunque no sea fácil definir los límites, se encuentra el insidioso poder de la superstición. Sorprende mucho descubrir que personas que no son ni tontas ni ignorantes pueden “creer” en extravagantes absurdos sin tan siquiera tratar de comprender cuál pudo ser el origen de aquellas costumbres, miedos o prejuicios.

Tras una breve investigación, podemos enterarnos de que pasar por debajo de una escalera puede tener significados esotéricos, pero además era peligroso (y sigue siéndolo) si alguien trabaja encima de la escalera y se le cae una herramienta.

El miedo a los gatos negros pudo estar ligado en origen a una asociación con la brujería; pero sin duda, algo oscuro que se mueve de forma inesperada en la noche podría asustar a un caballo y este tirar a su jinete.

En los siglos XVII o XVIII, cuando surgió la idea de que jamás debíamos poner un sombrero sobre la cama, no era saludable colocar allí donde la gente dormía un objeto portador de la suciedad, los ungüentos y los piojos que proliferaban en las pelucas y sombreros.

Los espejos eran un bien escaso y tradicionalmente vinculado a la magia. Pero el problema radicaba también en el hecho de que sustituir un espejo roto era bastante caro y podía llevar mucho tiempo (aunque tampoco llegaba a los siete años...).

La lista de ejemplos podría ser muy larga. Algunas supersticiones están relacionadas de algún modo con auténticos problemas en potencia; sin embargo la mayoría se basan simplemente en antiguas creencias y miedos que ahora se han olvidado, solo que se mantienen en las costumbres y se preservan sin que quienes los practiquen recuerden por qué.

No es una cuestión tan inofensiva como podría parecer. Si caemos en la costumbre – incluso en pequeñas cosas – de creer en lo increíble, podemos resbalar hacia un terreno lleno de engaños peligrosos. Podemos hacernos daño a nosotros mismos o a la gente de la que nos ocupamos, aplicando remedios o protecciones inadecuadas a enfermedades o problemas de otra índole. Podemos acabar siendo presa de comportamientos que superan los límites del “pequeño antojo inofensivo” para convertirse en obsesiones inquietantes.

La explotación agrava aún más estas circunstancias. Algunas personas que pretender obtener poder o influencia sobre otras usan las supersticiones como instrumento para alcanzar sus fines: robarles dinero o causarles daños mucho peores, como por ejemplo aprovechar enfermedades, dolor, infelicidad o miedo para ofrecer malos remedios o una suerte improbable y, de este modo, empeorar aún más la situación de personas que ya sufren problemas.

Existe también un comportamiento asombroso por parte de los medios de comunicación más destacados, y ello en un número excesivo de países. Publican horóscopos e informan de “profecías” (pero en raras ocasiones retroceden, una vez acaecido el suceso, para constatar que lo predicho no ha tenido lugar). Ofrecen mucho más espacio del que merecen a adivinos, curanderos, magos y nigromantes. Informan, despreocupadamente, de que alguien es de este signo astrológico o del otro, etcétera.

La excusa es torpe: «Si la gente lo quiere, hay que dárselo». Es ridículo. Los medios de comunicación pueden ser populares, entretenidos, descansados, sin la necesidad de difundir falsas creencias. No hay ninguna prueba – en absoluto – de que un periódico o revista haya perdido lectores, o un programa televisivo audiencia, por mantenerse al margen de las supersticiones. Y aun cuando tuvieran que adentrarse en estas materias, un toque de roní y humor podría ayudar a adoptar un punto de vista más correcto.

En un pasado no tan lejano, la astronomía y la astrología estuvieron relativamente próximas. Si alguien consideraba que los acontecimientos astronómicos podían ejercer alguna influencia sobre las cuestiones humanas (lo cual es, por descontado, posible) basaban los métodos de adivinación en la astronomía según se la percibía entonces.

Pero hoy sabemos que incluso Copérnico tenía una visión muy limitada del universo y de los movimientos de los planetas y las estrellas. Si alguien deseara ahondar realmente en las posibles relaciones entre los sucesos de los hombres y el espacio exterior, deberíia empezar desde cero, asumiendo una perspectiva completamente distinta.

Sería excesivo (y probablemente contraproducente) colocar un cartel de avertencia en los horóscopos (y otras brujerías) similar a los de los paquetes de tabaco: «Prestar atención a estas memeces acientíficas perjudica seriamente la orientación mental». Ahora bien, sería conveniente que los principales canales informativos dejasen de apoyar todos estos tipos de prejuicios, pues de este modo no hacen sino impulsar el cirículo vicioso de la estupidez.

Por supuesto, la astrología no es más que uno entre los muchos ejemplos posibles. Existen todo tipo de cosas en las que estamos habituados a creer, o en las que nos gusta creer por diversas razones, desde la voluntad de sentir consuelo al miedo ante lo que no comprendemos.

El remedio no debe buscarse en una hipotética (y a menudo discutible) “racionalidad absoluta”. Las emociones, los sentimientos y las sensaciones, las intuiciones y la imaginación son esenciales para que la naturaleza humana esté completa y equilibrada. Son elementos imprescindibles para el desarrollo del conocimiento, tanto como el uso metódico de la razón.

Pero podemos disfrutar leyendo un cuento sin temer que en verdad nos devore un ogro ni esperar que venga un genio bondadoso a sacarnos de apuros. Podemos soñar, dormidos o despiertos, que cabalgamos a lomos de un grifo o que flotamos sobre las nubes en una alfombra mágica. Pero cuando nos despertamos, o salimos del ensueño, tenemos que volver a este mundo en el que, si queremos volar, necesitamos un avión; o, al menos, un paracaídas.

Podemos estudiar los antiguos mitos y leyendas, disfrutar con ellos y descubrir sus significados y valores – a menudo, profundos y fascinantes – sin aceptar literalmente la realidad de la historia. Podemos prestar atención a las advertencias del padre de Hamlet sin creer en los fantasmas.

Por supuesto, la cita más famosa no son las palabras de la figura espectral del padre, sino el comentario que hace Hamlet a su amigo: «Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que se sueñan en tu filosofía». (Shakespeare, Hamlet, acto I, escena V).

Sea cual sea la dificultad a la hora de trazar la línea divisoria entre posibilidades desconcertantes y creencias ridículas, o a la hora de separar las costumbres inofensivas de los engaños maliciosos, el hecho sigue siendo que la superstición es una forma de estupidez muy peligrosa. Los charlatanes pueden engañarnos para robarnos el dinero o, aún peor, explotarnos y esclavizarnos. Y aun cuando no haya nadie intentando engañarnos, podemos hacernos daño a nosotros mismos por todo tipo de razones absurdas.

Existe una forma especial de obnubilación conocida como “fundamentalismo”. Sabemos de sus extremas consecuencias en el crimen y la violencia, la opresión y la esclavitud, el asesinato y la explotación, la guerra y el genocidio. Pero también acecha desde otros muchos rincones.

No solo se esconde tras la religión o la ideología. Existe el fundamentalismo en la política, el deporte, la sociedad, la economía, las empresas, las profesiones y en todo tipo de grupos y comunidades; incluso en los conflictos vecinales o familiares.

También puede denominarse integrismo, dogmatismo, absolutismo, extremismo, fanatismo; y, por descontado, está muy relacionado con el oscurantismo y la superstición.

En esta era, que esperábamos como una época de civilización y libertad, de ilustración y conciencia, se está produciendo un terrible resurgimiento de la intolerancia. No solo sucede en lugares remotos o en culturas represivas, sino también cerca de casa, estemos donde estemos.

Podemos tener afición a algo sin caer en el fanatismo; disfrutar como espectadores del deporte sin ser hooligans; mostrar nuestro desacuerdo sin llegar a la pelea; divertirnos sin humillar a nadie ni causarle daño...

Pero seguimos viviendo en un momento de oscuro eclipse del sentido común y la educación. Es otra prueba más a favor de una idea formulada ya muchas veces, desde el inicio de estas observaciones: que la estupidez puede ocultarse bajo todo tipo de disfraces e imponerse de muchas formas insidiosas.




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