El poder de la estupidez
Kali

Tres hermanos
de la estupidez

 
ignorancia, miedo y hábito


Por Giancarlo Livraghi
gian@gandalf.it
noviembre 2003

Traducción castellana de Gonzalo García
febrero 2010

anche in italiano   also in English


La lista de los hermanos, aliados, o cómplices de la estupidez puede ser muy larga. La observación cotidiana del comportamiento humano – nuestro o de cualquier otra persona – muestra una diversidad de actitudes y circunstancias que pueden contribuir a volvernos estúpidos. Pero de todos estos factores, hay tres especialmente importantes: la ignorancia, el miedo y el hábito.

Obviamente, estas actitudes y comportamientos se combinan unos con otros (y con la estupidez) en una infinidad de maneras. El resultado no se puede medir de forma real con ningún criterio matemático estandarizado. Pero el efecto tiende a multiplicarse, más que a sumarse sencillamente.

Parece existir una atracción mutua entre los factores. Así, la ignorancia puede alimentar al miedo, y viceversa. El hábito suele ser alimento (o excusa) de la estupidez y la ignorancia. No es extraño que los cuatro aúnen sus fuerzas.

También está bastante claro que todos ellos pueden ser explotados (de forma deliberada o tal vez involuntaria) por quienquiera que tenga influencia para hacerlo. Es algo que sucede a menudo en el caso del poder, pero también otras personas pueden obtener cierta ventaja a partir de la ignorancia, el miedo o la costumbre de los demás.

Por supuesto, no todas las personas ignorantes son estúpidas ni todas las estúpidas son ignorantes. El miedo, según las situaciones, puede resultar estúpido o inteligente. Y en cuanto a los hábitos, pueden ser “saludables”, inofensivos o perjudiciales. En la medida en que todos estos factores se mezclan constantemente y ejercen influencia unos sobre otros, intentaré empezar en cada caso con una breve definición de cada uno.


La estupidez y la ignorancia

A menudo se confunde la estupidez con la ignorancia. Sin embargo, son muy diferentes (cualquier estudio serio sobre la cultura humana lo considera así). Y lo mismo sucede con la inteligencia y el conocimiento. Puede haber personas muy estúpidas que hayan acumulado un montón de “conocimientos”, igual que pueden existir personas poco formadas, o con una educación escasa, que cuenten con un elevado nivel de inteligencia efectiva.

También existe una diferencia importante entre el nivel de la educación formal y el auténtico “conocimiento”. Una persona puede haber pasado varios años en el colegio sin haber aprendido mucho; o tal vez nada, más allá de “conocimientos” convencionales. En cambio, existen personas autodidactas con un considerable grado de conocimiento y capacidad de entendimiento.

No existe una conexión lineal y directa entre la ignorancia y la estupidez. Pero cuando se combinan e interactúan, el resultado puede ser terrible.

Una de las peores formas de ignorancia es dar por supuesto que uno sabe. Igual que las personas que jamás se han dado cuenta de su propia estupidez resultan muy necias, la gente que jamás ha comprendido que no sabe es tremendamente ignorante.

Sócrates solía decir: «Cuanto más sé, más sé que no sé». He aquí una buena razón para creer que era muy inteligente; y mucho más sabio, sin duda, que la mayoría de personas que creen “saberlo todo”.

Una persona que ha nacido y ha crecido en la oscuridad de una cueva puede sufrir una terrible alteración y sentirse muy confundido ante el brillo del sol. Todos nosotros nos hallamos, de un modo u otro, en una condición similar.

En este contexto sería adecuado tomar en consideración el punto de vista de Francis Bacon a propósito de los “ídulos” que se levantan en el camino del conocimiento. Pero un análisis sobre la naturaleza de la percepción, el conocimiento y el pensamiento – piedra angular de la filosofía – escapa con mucho a los límites de estas breves notas.

Existen también algunos trabajos de ciencia ficción bastante interesantes sobre esta materia. Tal es el caso, por ejemplo, de la obra maestra de Isaac Asimov, Nightfall (“Anochecer”), en la que los habitantes de un planeta con dos soles, donde solo cae la noche una vez cada diez mil años, se ven abocados al terror al contemplar las estrellas (y esto nos lleva a la cuestión de las costumbres).

Neal Stephenson alcanza una notable profundidad en sus brillantes observaciones sobre las metáforas, que algunas veces nos ayudan a comprender, pero que pueden introducirnos en la artificialidad de un “mundo metafórico”, deformado y engañoso, tal como explica en su brillante novela, Snow crash (1990) y también en su interesante ensayo In the beginning... was the command line (“En el principio... fue la línea de comandos” – 1999).

Seguimos dicéndonos que nos hallamos en la “era de la información ”, pero la realidad indica que estamos muy poco informados.

¿Por qué razones? Porque la mayoría de la información se manipula de forma deliberada. Porque con frecuencia la información se gestiona de forma descuidada, repetitiva y superficial; se ocupan de ella personas que desconocen la materia y que tampoco se molestan en confirmar sus fuentes con el esmero debido. O tal vez porque nuestro “filtro mental”, o una pereza instintiva, nos hace percibir y comprender solo aquello que encaja bien con nuestras creencias y tendencias habituales.

Cómo en el círculo vicioso de la estupidez, existe también una reciprocidad maliciosa de la ignorancia. Cuando las ignorancias (auténticas o supuestas) de varias personas encajan unas con otras, el nivel del diálogo baja en espiral. La cantidad y la calidad de la información intercambiada tiende a cero; o llega a ser negativa, con lo cual reafirma ideas falsas o erróneas e incrementa los prejuicios, los tópicos y los errores de perspectiva.

Para ahorrarnos el esfuerzo de pensar, caemos muchas veces en “cómodas” ideas falsas con las que resulta fácil estar de acuerdo (y, una vez más, seguimos el camino del hábito, o bien experimentamos la sensación de peligro de tener que enfrentarnos a una diferencia de opinión para la que tal vez no estemos adecuadamente preparados).

La estupidez y la ignorancia tienen otros muchos “hermanos” o “amigos” antipáticos. La arrogancia, la presunción, el egotismo y el egoísmo, la envidia, la despreocupación, el servilismo, la imitación, el chismorreo, los prejuicios, la mezquindad, la falta de disposición para escuchar y comprender, etcétera... Nos acechan por todas partes, en la acción y la comunicación humanas.

Otro factor peligroso es el principio de “autoridad”. Cuando alguien que parece una fuente “autoritaria” (o “autorizada”) afirma algo, tendemos a creer que es, sin lugar a dudas, cierto y creíble. Las más de las veces, es verdad que alguien sabe más que nosotros sobre alguna materia en concreto. Pero aunque la autoridad de alguien se dé por supuesta, eso no implica necesariamente competencia real.

Las opiniones de los supuestos “expertos” están influenciadas por sus puntos de vista culturales o científicos. Es algo inevitable y legítimo, en la medida en que comprendemos que no existe ninguna opinión completamente “objetiva”. Pero también se pueden ver influenciados por restricciones o intereses que no están tan claros.

Por descontado, no podemos verificarlo todo; son muchas las ocasiones en las que necesitamos confiar en el juicio de otras personas. Pero vale la pena mantener los ojos abiertos y no dejar escapar la oportunidad de comprender e indagar bajo la superficie de las apariencias.

No basta con aprender lo que nos enseñan o saber lo que nos cuenta la maquinaria estandarizada de la industria cultural. Solo podemos librarnos realmente de la ignorancia si nos cuestionamos las cosas de forma crítica, buscando y comprendiendo.

El instrumento más importante es la curiosidad insaciable: el deseo de saber y comprender aun en las ocasiones en que parece innecesario a primera vista. Albert Einstein dijo: «Yo no tengo ningún talento especial. Solo soy un curioso empedernido». Explicaba:

«Lo importante es no dejar de preguntarse jamás. La curiosidad tiene su propia razón de ser. No podemos evitar sobrecogernos cuando contemplamos los misterios de la eternidad, la vida o la maravillosa estructura de la realidad. Basta con intentar comprender una pequeña parte de estos misterios cada día. No hay que perder jamás la bendita curiosidad».

El instinto de la curiosidad, junto con la capacidad de escuchar, constituye un poderoso antídoto contra la estupidez. La curiosidad es una hermana alegre, divertida y simpática de la inteligencia.


La estupidez y el miedo

Las personas más valientes del mundo nos enseñan que sentir miedo es sano y útil. Pensar que no hay nada que temer no es un ejemplo de coraje, sino de estupidez. Cuando el miedo consiste en ser consciente de los riesgos y peligros, es una forma de inteligencia. Por descontado, esta no es la clase de miedo que puede actuar como aliado y cómplice de la estupidez.

Pero hay otros tipos muy difundidos de miedo que no tienen nada que ver con una comprensión real de lo que puede resultar peligroso o arriesgado. Se puede sentir miedo de existir, de pensar, de entender, de saber (el temor al conocimiento es una de las formas más desagradables de la ignorancia). Es frecuente que la gente sienta miedo de tener una opinión propia, dado que es más cómodo amoldarse a los prejuicios y las tendencias de la mayoría.

Existe un miedo a las sombras y lo fantástico, a los problemas imaginarios. Son muchas las personas que tienen miedo de revelar sus sentimientos (actitud que no debemos confundir con la timidez: a menudo, ser tímido es un indicio de sensibilidad e inteligencia).

¿Son estas situaciones raras o inusuales? ¿Son casos de enfermedades psicológicas, exageraciones de problemas menores? Echemos un vistazo a nuestro alrededor, y también a nosotros mismos. Hallaremos que es irrazonable y que el miedo injustificado está mucho más extendido de lo que puede parecer. Nadie es inmune a ello por completo.

Con mucha frecuencia, al alejarnos de algo que nos provoca un miedo infundado, caemos en una trampa real que se nos pasa por alto.

Por ello, controlar el miedo es una de las enseñanzas básicas de la vida. Para cuando nos hallemos ante un peligro real, debemos aprender a dominar los nervios y a seguir pensando con claridad, así como a librarnos de los temores imaginarios.

Muchos niños, al igual que algunos adultos, tienen miedo a la oscuridad. No puede afirmarse que sea un miedo infundado, sin más: es razonable ir con más cuidado cuando no vemos adónde vamos o qué hacemos. Pero eso no significa que debamos sentir miedo de la oscuridad por sí sola. Además, hay una oscuridad que no se halla en lo que nos rodea, sino en alguna parte de nuestra mente que no comprendemos; y esto, naturalmente, nos hace sentir incómodos y temerosos.

También existe el miedo a la responsabilidad. Adoptar decisiones, tener opiniones propias, dirigir a otros, que nos pidan cuentas son cuestiones que nos pueden dar miedo. Pero se trata (ya sea inconsciente o intencionadamente) de una forma de cobardía.

La imitación nos resulta más cómoda que la elección; las modas y las corrientes son más tranquilizadoras que el gusto. Nos parece más seguro amoldarnos a las opiniones mayoritarias, antes que poseer pensamientos propios. Preferimos seguir la autoridad ajena antes que aceptar la responsabilidad propia. De esta manera, cuando algo no funciona podemos echarle la culpa a un tercero. Es evidente que esta clase de miedo está relacionada con la ignorancia y la costumbre y que, por otro lado, nos conduce a la estupidez.

Por extraño que pueda parecer, también hay miedo al conocimiento, un deseo – consciente o subconsciente – de evitar saber las cosas que nos pueden causar dudas o perplejidad; de alejarnos de lo que tememos no comprender; de permanecer en el refugio – tan cómodo como reducido – de los prejuicios y los lugares comunes.

Una forma de mantener a la gente con obediencia ciega es generar miedo a lo desconocido y hacer aparecer como temible cualquier cosa que no encaje con los deseos y caprichos del poder. “Que viene el coco” es un instrumento perverso de la autoridad, que a menudo se usa con los adultos, no solo con los niños.

Puede resultar bastante difícil darse cuenta de hasta qué punto nos influyen estas formas de mala educación, que en ocasiones disponen y cultivan aquellos que desean socavar nuestra libertad de pensamiento y acción, pero a las que también alimentan ciegamente una acumulación de lugares comunes y hábitos extendidos.

Como instrumento básico de la inteligencia, debemos hallar un equilibrio entre dos riesgos. En un extremo del espectro está el miedo a ser ineptos y con ello renunciar a hacer lo que estamos capacitados para hacer. En el otro extremo, el engaño de creernos capaces de hacer o lo que en realidad está fuera de nuestra capacidad y competencia o aquello que, en una circunstancia particular, simplemente no puede hacerse.

Hallar el equilibrio justo para cada caso no es fácil, sin duda; pero no debemos cejar en el intento. Abandonar demasiado pronto o demasiado rápido nos hace daño y perjudica también a los demás; resulta estúpido. Pero también lo es sobrestimar nuestro talento, nuestro juicio o nuestra capacidad de comprender las situaciones, así como dar por sentado que nunca cometemos errores.

Igual que resulta estúpido creer que somos inmunes a la estupidez y es de ignorantes creer que lo sabemos todo, la valentía no se corresponde con la ilusión de no sentir nunca miedo. Incluso la persona más razonable y equilibrada tiene algunos miedos ocultos e injustificados, algunas áreas de inseguridad, debilidades que resultan aún más dañinas cuando no somos conscientes de su presencia.

Es interesante observar que algunas personas que, en su vida ordinaria, se asustan con facilidad, revelan luego – ante un peligro real o cuando están ayudando a alguien – un arrojo inesperado y extraordinario.

Es imposible eliminar el miedo, pero podemos ser conscientes de él, controlarlo, limitar sus daños. Comprender nuestros miedos y los que sienten las demás personas es una forma de ser menos estúpidos. Por encima de todo, no deberíamos temer al miedo. A menudo, esto resulta más fácil de lo que parece.


La estupidez y el hábito

Permítanme, de nuevo, comenzar con una breve definición. No todos las costumbres son estúpidas. Algunas pueden resultar positivas, útiles, eficaces, cómodas y acogedoras. Aunque “cambiar por amor al cambio” puede ser divertido, las cosas no siempre mejoran por un simple cambio. Ahora bien, la fuerza de la costumbre puede cegarnos, especialmente cuando se combina con la estupidez (o la ignorancia o el miedo).

Las costumbres son tranquilizadoras, o lo aparentan. Comportarse y pensar “según lo habitual” nos da una sensación de seguridad, pero falsa. Además, los hábitos se relacionan con otra fuente de estupidez: la imitación. “Hacer lo mismo que los demás ” nos ahorra el esfuerzo de pensar, saber, comprender, decidir y ser responsables de nuestra conducta.

La costumbre debilita la curiosidad y rebaja los deseos de explorar, descubrir, aprender, mejorar y cambiar de perspectiva.

Las costumbres se relacionan, sin lugar a dudas, con el miedo. Nos da miedo salir de los caminos trillados; nos da miedo todo lo que “habitualmente” se considera peligroso e impropio, incluso cuando resulta bastante fácil averiguar que no es así.

También puede ocurrir justo al revés, cuando la costumbre nos impulsa a confiar – por la mera circunstancia de ser “usuales” – en cosas, personas o situaciones que no son seguras, tranquilizadoras ni dignas de confianza. De pequeños malentendidos a magnos desastres, de accidentes menores a grandes catástrofes, son a menudo el resultado de una falsa sensación de seguridad inducida por el hábito. Es una forma de desatar el terrible poder destructivo de la estupidez.

Los engaños, las estafas, la arrogancia, toda clase de mentiras y falsedades, utilizan las costumbres a menudo para ganarse una confianza que no merecen u obtener obediencia sin razón justificada.

Las costumbres, es obvio, pueden tener mucho que ver con la ignorancia. Muchos “malos hábitos” son fruto de una información deficiente o inadecuada o de no haber entendido bien cómo y por qué algo llegó a ser acostumbrado. Con la misma frecuencia, los hábitos son causa de ignorancia porque ya no miramos qué hay más allá de las apariencias, damos las verdades por sentadas, aceptamos lo “usual” sin esforzarnos por comprender qué es o por qué razón se supone que tiene sentido.

Evidentemente, las costumbres son enemigas de la innovación. Pero no es una cuestión tan simple como parece: entre los “malos hábitos” se halla el de creer que lo “nuevo” es siempre “mejor”. Por eso se salta a nuevas soluciones y nuevos recursos antes de haber tenido ocasión de comprender si cumplen con algún propósito útil o si justo esa elección en concreto responde a nuestras necesidades específicas.

La costumbre de buscar la innovación por el mero objetivo de no estar “desfasados” es tan perniciosa como permanecer apegado a las maneras antiguas cuando ya no son las más idóneas. Es algo estrechamente relacionado con la ignorancia y la estupidez, así como con el miedo de ser (o parecer, o sentirse) “diferente”, de “quedarnos atrás” si no seguimos la corriente.

El miedo ha sido, durante muchos años, un medio de vendernos toda clase de “innovaciones” inútiles; sobre todo en el campo de la tecnología de la información, pero no solo ahí. “Si no compra usted estos aparatos, se quedará atrasado” es un argumento que ha llevado a numerosas compañías (aí como a personas y familias) a comprar montones de cosas que no necesitaban y que no estaban preparadas para manejar. El resultado de la estupidez de las tecnologías no es únicamente un despilfarro monumental, sino también incontables ineficiencias.

Sin abandonar el terreno de las costumbres, nos hallamos con el concepto de las “buenas maneras”, los modales, las “buenas costumbres”. La amabilidad y la cortesía son cualidades positivas, sin duda, y que guardan mucha relación con la inteligencia. Cuando son genuinas y sinceras, pueden ayudarnos a comprender mejor a otras personas, a escuchar, a aprender, a compartir; y con ello, a reducir la ignorancia, el miedo y la estupidez.

“Protocolo” y “ceremonia” tampoco carecen siempre y por completo de sentido o utilidad. Y en cualquier caso, es importante respetar las maneras y costumbres de otras personas, incluso cuando no compartimos o entendemos su forma de vida; con ello evitamos malentendidos tan inútiles como peligrosos.

Pero cuando las “maneras” se convierten en una prisión que nos impide comunicarnos y comprendernos, no debemos sentir miedo de “quebrantar las normas”. Siempre es mejor, en todo caso, comprender qué “normas” seguimos y por qué. Debemos ser conscientes de cuándo creemos en lo que estamos haciendo y cuándo, por el contrario, nos limitamos a acomodarnos a un hábito convencional.

Quebrantar normas o costumbres no es siempre necesario ni útil. Si aceptamos las costumbres y las reglas con demasiada facilidad, sin comprender sus razones y su sentido, podemos hallarnos encerrados en una condición de “obediencia ciega” que nos hace ser ignorantes, estúpidos e inútiles, para nosotros mismos y para los demás.

En cambio, la inteligencia se nutre positivamente de la imaginación, la curiosidad y un gusto por la diversidad. Las costumbres pueden mantenernos alejados de estos recursos vitales, cuando nublan nuestra visión y nos impiden percibir signos que actúan a nuestro alrededor y no encajan con los modelos habituales.

No es fácil romper con las costumbres o cambiarlas. Nuestra estructura cerebral, así como el medio social y cultural, tienden a empujarnos a recuperar las costumbres, incluso cuando habíamos sido capaces de abandonarlas. Una de las formas de salir del “círculo vicioso” es sustituir los viejos hábitos con otros nuevos. Por ejemplo, adquirir el hábito de ser más curioso y más abierto, de estar más disponible, de percibir cosas que antes nos pasaban por alto porque no encajaban con nuestro marco perceptivo establecido.

Por descontado, el humor y la ironía son instrumentos de la inteligencia. Sin embargo, muchos de los chistes que conocemos son pura costumbre y tienen que ver con los sesos culturales y el reforzamiento de tópicos convencionales. El humor abre nuevas perspectivas cuando se aleja de la convención y de lo usual. También cuando nos reíamos de nuestra propia tontería (y de nuestras costumbres). Tomarnos demasiado en serio no es sino una forma de estupidez.

Mientras trabajaba en estas notas, esta pregunta me volvía a la mente una y otra vez: ¿es la pereza estúpida? Sin duda lo es, cuando hablamos de pereza mental: falta de curiosidad, de disposición a aprender, de poner en cuestión las costumbres adquiridas.

Pero hay comportamientos que pueden parecer “ociosos” o “perezosos” cuando en realidad denotan una inteligencia notable, como por ejemplo distanciarnos de las prisas innecesarias, que todo lo confunden. Darnos tiempo para pensar, descansar, tranquilizarnos.

En efecto, dejar que los problemas permanezcan en la trastienda mental mientras nos concentramos en otra cosa (o mientras dedicamos un rato a disfrutar de alguna actividad completamente distinta) es, a menudo, una buena manera de hallar la mejor solución para un problema.

La cultura imperante en un tiempo dado ha tildado de “ideas ociosas” muchos grandes descubrimientos o avances del pensamiento. Sin duda, han sido fruto de personas que podía permitirse la “ociosidad”, esto es, eran libres de la pesada carga del azacaneo cotidiano. Solo una minoría podía permitirse ese privilegio.

Sin embargo, en la actualidad, en la sociedad moderna, el tiempo de ocio es un “lujo” al alcance de casi todos; aun así, se pierde muchísimo tiempo en realizar comportamientos repetitivos de los que no disfrutamos especialmente y que no abren nuestras mentes a los placeres de la libertad, sino que nos mantienen apresados en la esclavitud de hábitos y rutinas.

Deberíamos esforzarnos por romper con una costumbre al día. Por pequeña que sea. Hallar, por ejemplo, una nueva manera de acudir al mismo sitio (ya sea por las calles de nuestra ciudad o pueblo, o bien por las vías de la mente) puede suponernos sorpresas refrescantes.

La agilidad mental no se consigue repitiendo los mismos ejercicios, sino buscando sin cesar algo que no sabíamos, algo que nos había pasado por alto. Debemos hallar formas distintas de pensar en las mismas cosas. Como ocurre con tantos otros comportamientos inteligentes, es algo que puede resultar no solo útil, sino también divertido y placentero.

Según se ha indicado en el principio, la lista de “hermanos” y de causas de la estupidez tiende al infinito. Confío, sin embargo, en que estos breves comentarios contribuirán a comprender cómo la estupidez, la ignorancia, el miedo y las costumbres pueden combinarse de muchos modos perjudiciales. Al igual que en el caso de la estupidez, la cuestión empeora cuando estas actitudes son compartidas.

La ignorancia se difunde con más rapidez que el conocimiento. Los prejuicios y las informaciones erróneas, incluso las memeces más ridículas, se aceptan a menudo como “verdades” por el simple hecho de que se repiten una y otra vez.

El miedo resulta catastrófico cuando lo comparte la “masa”. Un colectivo numeroso de personas que se dejan llevar por el pánico (o la cólera) puede ser extraordinariamente peligroso. Incluso en grupos relativamente poco cuantiosos, el miedo puede pasar de una persona a otra sin que existan razones para el temor. Otras veces, contribuye a empeorar la situación en casos de peligro real.

Las costumbres de grupo o sociales generan a menudo una obediencia irreflexiva y una esclavitud mental cuyos resultados se mueven entre la aburrida monotonía y las conductas dañinas y delitos graves.

La combinación de estas fuerzas puede producir resultados detestables. Pero, por otro lado, quebrantar una de ellas, o bien reducir su impacto, puede ayudarnos a limitar el efecto de las otras.

Cuando hallamos medios para ser un poco menos ignorantes, sentir menos miedo, dejarnos condicionar menos por lo habitual, damos pasos hacia ser menos estúpidos; y con ello, a resultar más útiles para los demás y sentirnos más cómodos con nosotros mismos.
 

*   *   *

Ya lo he mencionado al inicio, pero no me cansaré nunca de repetirlo: la curiosidad es un talento que podemos y debemos ampliar y mejorar constantemente y de muchas maneras. La curiosidad es un hábito (si contamos con la suerte de poseerlo) que vale la pena conservar, cuidar, atender con genuino amor.

Si no nos dejamos llevar tantas veces como convenga por una curiosidad insatisfecha e interminable, perderemos muchas ocasiones de aprender y comprender mejor. En tal caso, también caeremos de nuevo en la ignorancia y las costumbres estúpidas, porque nuestra percepción se debilita y nuestras perspectivas son cada vez más estrechas y engañosas.

Es evidente que la curiosidad es muy eficaz contra la estupidez. Por descontado, hay mucho cotilleo, mucha curiosidad nimia que no amplía nuestra mente porque no hace más que repetir inútilmente rumores sin relevancia. Lo que nos hace menos estúpidos es la curiosidad genuina, apasionada, el anhelo instintivo y nunca saciado de ir descubriendo. El anhelo que sabe hallar detalles aparentemente menores o irrelevantes de los cuales, sin embargo, aprendemos mucho más que de lo superficialmente obvio.

¿Podemos denominarlo serendipia? Es algo que ocurre – y que en tal caso nos intriga y puede resultar sorprendentemente útil. Pero no es nuestro objetivo tropezar con el conocimiento por puro azar. Podemos, debemos, buscar deliberadamente lo que se antoja remoto o poco familiar – o quizá se esconde a solo unos pasos de distancia, detrás de esa esquina a la que jamás hemos prestado verdadera atención.

La curiosidad y el escuchar son, probablemente, los dos antídotos más fuertes contra la estupidez. Cuando se combinan, resultan poderosísimos.




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