El tema es ampliado y profundizado en el libro
El poder de la estupidez
(junio 2010)

Kali

¿Va la estupidez
en aumento?


Por Giancarlo Livraghi
gian@gandalf.it
agosto 2006

Traducción castellana de Gonzalo García
febrero 2010

disponibile anche in italiano


Quizá esta sea una pregunta tonta. Sin duda, existen varias respuestas tontas para ella. No sé quién empezó a divulgar la idea de que “el total de inteligencia en el planeta es constante, mientras que la población va en aumento”, pero se repite en muchas partes y, curiosamente, no pretende ser solo un chiste. También se ha convertido en el dogma de grupos de personas que se denominan a sí mismas “superinteligentes” (así lo dicen ellos).

Aunque podemos suponer razonablemente (pese a que no podamos “demostrarlo” de ningún modo) que el porcentaje de la estupidez es una constante (tal como se ha dicho en el texto inicial El poder de la estupidez y en La estupidez del poder), sería un absurdo creer que un grupo reducido de personas (que además es, proporcionalmente, cada día menor) tiene el monopolio de la inteligencia, mientras todos los demás son estúpidos.

Esta peculiar forma de pensamiento no se ha convertido, hasta ahora, en instrumento de ninguna oligarquía dominante, pero es una costumbre muy extendida entre las personas que ocupan el poder: dar por sentado (o fingir) que de algún modo su inteligencia es superior a la del resto. La situación es aún peor cuando se consigue que el resto de la gente se lo crea.

En una breve novela de ficción científica de Cyril Kornbluth, The Marching Morons (“La marcha de los imbéciles”, 1951), uno de los personajes sale del estado de congelación en el “almacén criogénico” y se despierta en un mundo poblado por una gran mayoría de idiotas. Se convierte en el jefe de una “minoría inteligente”. Cuando se enfrenta al problema de la superpoblación de imbéciles, establece una red de operadores turísticos que ofrecen unas maravillosas vacaciones en Venus y embarca a un gran número de personas “inferiores” en naves que han de perderse en el espacio. Al final de la historia, él mismo cae víctima de su propio sistema.

No es probable que nuestro futuro se encamine hacia un situación semejante, pero sí es cierto que nos enfrentamos a unos cuantos problemas muy graves causados por la estupidez humana.

Es igual de tonto preguntarse si la inteligencia humana va en aumento, por mucho que algunos estudios supuestamente “científicos” afirmen que sí. En realidad, no disponemos de ningún método fiable para “medir” o comparar la inteligencia. No solo porque no existe una definición clara de ella ni porque los niveles de “CI” sean discutibles (si no completamente absurdos). Incluso si dispusiéramos de una vara de medir fiable (de la que, insisto, carecemos), ningún análisis es lo suficientemente extenso en el tiempo, el número de personas y las variedades culturales como para superar los límites de un ejercicio académico estéril o una opinión vaga y subjetiva.

Entrar en los detalles de estos estudios resultaría tan aburrido como irrelevante. Es bastante obvio que si intentamos medir qué “era” un nivel de “inteligencia” con criterios basados en el entorno actual, automáticamente descubriremos que el promedio era “inferior”. Como en los patrones influyen, básicamente, los estándares educativos, irónicamente un país con un nivel de alfabetización elevado hace diez o veinte años obtiene una “mejora” relativamente baja. Errores tan ridículos como este se han cometido de verdad.

Entonces, ¿podemos dejar toda esta cuestión a un lado, como si no tuviera sentido? No tanto. Merece todavía algunos comentarios.

La antropología, de un modo u otro, define la “inteligencia” como una “cacterrística” del “ser humano”. Pero aun antes de que adoptásemos la arrogante definición de sapiens para separar nuestra especie de los otros “humanoides”, siempre existieron dudas acerca de la verdadera “sabiduría” de nuestros parientes, así como sobre nuestra capacidad de comprender, aprender y mejorar.

Lo empeoramos más cuando doblamos la definición, denominando sapiens sapiens a nuestra subespecie en concreto para separarla de otros “humanos” que, hasta donde podemos observar siguiendo la pista de su comportamiento, no eran necesariamente más estúpidos que nosotros.

Es un hecho innegable que la ciencia, sobre todo en los últimos siglos – y aún más en los años recientes – ha ampliado muchísimo las fronteras del conocimiento. Es un adelanto tan fascinante como apabullante. Nuestras percepciones están potencialmente más avanzadas que nunca, pero las perspectivas aún son, con frecuencia, sesgadas (véase Problemas de perspectiva). Es difícil señalar si esto nos está haciendo más inteligentes, en qué momento sucede y cómo; o si bien nos confunde más y, por lo tanto, nos hace más estúpidos.

Por otra parte, abundan los sucesos más o menos importantes que confirman cada día a los pésimos efectos de la estupidez humana. Muchos problemas van de mal en peor. Pero aunque sea tópico afirmar que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, en realidad, los tiempos pretéritos no siempre fueron tan buenos como en el sueño nostálgico. Aun siendo simplistas, es más práctico y razonable asumir que hoy somos igual de estúpidos que siempre.

El mero hecho de que nuestra especie, hasta la fecha, haya sobrevivido y se haya expandido como lo ha hecho, pese a sus terribles errores, prueba que no somos completamente estúpidos. Pero está igualmente claro – aunque duela – que nuestros recursos no son lo suficientemente buenos para el estadio evolutivo en el que nos encontramos.

El problema está en el medio en el que vivimos. La población humana ha aumentado mucho más rápido que en ninguna otra etapa de la historia. Los transportes y las comunicaciones nos han hecho más invasivos, pero no hemos tenido el tiempo (o la visión) para ajustarnos a estas circunstancias.

La evolución humana siempre ha alterado su medio. Ahora bien, mientras los pueblos eran escasos y se mantuvieron alejados unos de otros, cuando un recurso desaparecía tras ser explotado, destruido o envenenado, bastaba con trasladarse a cualquier otro sitio. Ahora ya no podemos depender de un comportamiento tan corto de vista. Por supuesto, existen problemas del entorno cultural tan graves como el estado físico de la fina capa de la superficie de nuestro planeta que forma el mundo en el que vivimos.

Algunas personas se muestran nostálgicas con respecto a la estupidez. Por ejemplo, hace treinta años, Leonardo Sciascia – un escritor italiano tan irónico como seriamente crítico – dijo: «Cada vez que nos encontramos con un idiota sofisticado y adulterado, nos abate cierta especie de melancolía y pesar. ¡Ay, qué hermosos los tontos de antaño! Genuinos, naturales... Como el pan casero».

Aunque parezca mentira, en los últimos años se han oído expresiones similares en boca de otros escritores. Aunque por supuesto se trata de comentarios jocosos, parece extenderse la sensación de que la estupidez se está volviendo más tortuosa. En realidad no está cambiando nada, siempre ha sido así. Pero la abundante información de la que disponemos hoy está haciendo las cosas más obvias... y vernos inundados con tanta frecuencia por una creciente marea de arrogante estupidez nos irrita de una forma casi obsesiva.

Cuatro siglos antes, Michel de Montaigne resumió el problema con notable claridad: «Nadie está libre de decir estupideces; lo malo es hacerlo con osadía». No hay nada nuevo en la abundancia de idiotas presuntuosos. El único cambio es que somos más conscientes de su presencia más frecuentenente (así como de los resultados de sus actos, y no solo de sus palabras).

Confundir al “listo” o astuto con el inteligente es otra forma de multiplicar el poder de la estupidez. Tal como dijo Francis Bacon: «Nada es tan perjudicial para un país como un pueblo astuto que se hace pasar por inteligente». Es aún peor cuando esa creencia engañosa se comparte a gran escala.

Al descubrir con tanta frecuencia que personas supuestamente brillantes y prudentes no son sino terriblemente estúpidos, corremos el riesgo de escoger la ruta de la resignación y el egoísmo. Pero tampoco sirve de nada. Porque la corriente de la estupidez dará alcance a nuestra balsita, sin importar hacia dónde creemos que deriva.

La atroz magnitud de la estupidez “globalizada” se hace especialmente odiosa en los casos en que hemos permitido que un problema que al principio era bastante obvio vaya creciendo y termine tan enredado que costará muchísimo más de solventar.

A falta de criterios mejores, nos conformaremos con postular que el factor de estupidez es una constante en la humanidad. Por tanto, la estupidez va en aumento porque cada vez somos más. Y, así como las enfermedades infecciosas y las plagas destructivas viajan en avión, el contagio de la estupidez también va montado sobre las rápidas olas de la comunicación mundial.

Dicho de otro modo, no estamos volviéndonos más (o menos) estúpidos, pero el poder de la estupidez sí va creciendo. El problema radica en la vastedad de las consecuencias, que jamás fue tan grande, y en lo rápido que estas se multiplican.

No podemos erradicar la estupidez. Sin embargo, cuanto más la comprendamos, más cerca estaremos de lograr reducir su impacto. Hacerlo eficazmente es cada día más necesario.




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