Libro de Giancarlo Livraghi – El poder de la estupidez

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Recensión en El Correo (Vizcaya) – 1 agosto 2010




Aproximaciones
a la estupidez


Quien hace bien a los otros obteniendo a la vez beneficio para sí mismo es un ser inteligente. Si hace bien a los otros pero a cambio se perjudica a sí mismo puede tratarse de un altruista o un tonto, según los casos. El que busca el propio beneficio haciendo daño a los demás es un canalla. Pero el espécimen humano más curioso – y no por ello el menos abundante – es el del estúpido, que con sus actos o sus palabras perjudica a los otros sin ganar nada para él, o incluso causándose el mal propio.

Escritores y pensadores han tratado de escudriñar en este raro fenómeno, casi siempre sin éxito. Es conocido el intento de Flaubert de elaborar una enciclopedia de la estupidez, propósito del que hubo de desistir tras años de esfuerzo para conformarse con esbozar algunas ideas en su inacabada Bouvard y Pécuchet y en su breve Diccionario de las ideas recibidas. Tampoco Erasmo alcanzó a abarcar la totalidad del asunto en el Elogio de la locura, desbordado por la magnitud y la complejidad de un comportamiento que ofrece infinidad de variantes y se manifiesta donde menos se espera.

¿Qué hace que millones de individuos crean en infundios y supercherías rebatidos por la ciencia con toda clase de pruebas? ¿Por qué las personas aparentemente más cuerdas sucumben a veces a emociones negativas fácilmente controlables? ¿A qué puede deberse que nos dejemos llevar por reclamos publicitarios manifiestamente absurdos? Como éstas, hay incontables situaciones que sólo encuentran explicación en la estupidez, algo que parece grabado en nuestro genoma como un castigo bíblico.

El filósofo Giancarlo Livraghi, de quien se acaba de publicar El poder de la estupidez (ed. Crítica, 2010) advierte que no sólo la capacidad de la estupidez es ilimitada, sino que «cuando se combina con otros factores, los resultados pueden ser devastadores».

Tal vez el mayor problema no sea la extensión de la estupidez, dice Livraghi, sino nuestra resistencia a reconocer que existe. Revestimos de serios, sensatos e incluso solemnes muchos comportamientos que vistos a la luz de la lógica o del simple sentido común resultarían ridículos; pero admitirlo supondría confesar nuestra debilidad. Es preferible mantener una especie de pacto de silencio – o de ceguera – antes que proceder a la fatigosa tarea de desmontar el sinfín de convenciones, prejuicios y absurdos que nos rodean.

La cuestión no es tanto erradicar la sinrazón de nuestras vidas como prevenir el daño que nos pueda causar. Pero también en este punto tendemos a subestimar el poder de la estupidez, viendo sólo su lado grotesco o simpático cuando puede llegar a ser un cáncer destructivo.

Ha habido acercamientos “científicos” al caso, como el del historiador y economista Carlo M. Cipolla, quien en Allegro ma non troppo formuló, en términos tan desternillantes como atinados, unas leyes básicas de la estupidez.

Asegura Cipolla que la conducta estúpida es más peligrosa que los daños causados intencionadamente, porque éstos pueden prevenirse mientras que a la estupidez no se la ve venir. Todos estamos potencialmente amenazados, como agentes o pacientes, ya que la estupidez es independiente de cualquier otra característica de la persona. De hecho, hay comportamientos estúpidos perfectamente descritos que no se dan entre gente de escasa capacidad intelectual, sino en los mayores talentos.

Del ilimitado alcance de la estupidez dio cuenta Paul Tabori en su Historia de la estupidez humana, un recuento de anécdotas tan descabelladas como reales sucedidas a lo largo de los tiempos en distintas culturas, con predominio de las más avanzadas, por las que llega a la conclusión de que «la humana estupidez se reproduce y florece adoptando formas aparentemente renovadas». Algunas de ellas no se refieren a individuos particulares, sino a sociedades o grupos.

Pues existe también una variante colectiva de la estupidez que se hace muy presente, por ejemplo, en determinadas organizaciones. Hoy abundan los estudios, publicaciones, congresos y cursos dedicados a la inteligencia empresarial. En ellos la palabra “talento” se ha convertido en un mantra repetido hasta la saciedad. Pero no parece preocupar demasiado su antónimo, la estupidez.

Desde las leyes de Murphy y de Parkinson hasta el no menos célebre principio de Peter, han sido muchos los que han tratado la incompetencia burocrática y la ineficacia de las jerarquías con un enfoque más o menos jocoso, pero no por ello equivocado.

Apunta Livraghi la conveniencia de aplicarlos con más rigor a la explicación de ciertos fenómenos que nos aquejan hoy día. Entenderíamos mejor muchas decisiones políticas nefastas si, en vez de atribuirlas a la maldad intrínseca de los partidos, nos preguntáramos si no vienen dictadas por la estupidez de sus mandamases y de las raras normas que imperan en las relaciones de poder. Pero eso ya es harina de otro saco.

José María Romera y Martin Olmos  



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