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El arte perverso
del lloriqueo

Artículo de Giancarlo Livraghi
en NetForum – abril 2002

Traducción de María Copani y Pino Laurenza


 
 

Estamos naufragando en los lloriqueos. Chiagni e fotti, dice un antiguo e intraducible proverbio napolitano. Parecería que este falso arte es practicado hoy con inusitada frecuencia y desfachatez. Entre lágrimas de cocodrilo, prevaricadores disfrazados de víctimas y justificaciones falsamente piadosas para toda clase de fiascos o de trampas – corremos el riesgo de hundirnos en un pegajoso y viscoso pantano.

Entre los más apasionados cultores del lloriqueo están los insufribles del spamming. Dicen que no es culpa de ellos, que fuimos nosotros quienes hemos pedido esas cosas (aunque no lo hayamos hecho ni en sueños), que desistirán de inmediato si nos borramos (cosa que en la práctica resulta difícil, si no imposible). A menudo se disfrazan de sostenedores de alguna imaginaria “causa” benéfica. Hay algunos “casi de buena fe”, en el sentido de que algún ladronzuelo vendedor de direcciones hace circular listas falsas asegurando mentirosamente que esas personas han decidido voluntariamente recibir cosas de ese tipo. Desafortunadamente las defensas son escasas – aun cuando con un poco de adiestramiento no es difícil reconocer la basura y tirarla sin leerla. En casos extremos, un remedio hay... cambiar la mailbox cada dos o tres meses y así volverse difíciles de encontrar.

Están los propulsores de proyectos delirantes que, después de haber gastado o hecho gastar un montón de dinero para nada, se justifican con una imaginaria crisis. Incluidos los grandes monopolistas públicos como Deutsche Telekom, que después de haberse prestado al enorme bluff del Umts ahora declara que pierde dinero porque había pagado demasiado por la licencia de una tecnología que parecía la piedra filosofal – mientras nadie sabe si, cómo o cuándo podrá encontrarle una aplicación. Y “tendamos un manto de piedad” sobre los manejos y embrollos en la imitación italiana de este asunto.

Están los vendedores de “banda ancha”, afligidos por la sobreabundancia de una mercaderí útil sólo para pocos, que tratan de embocarla a todos a un precio exagerado. Visto el fracaso, piden subvenciones públicas – y existe el riesgo de que la obtengan.

Está, por enésima vez, la Fieg, el poderoso lobby de los editores de diarios, que hace dos años tuvo ganancias extraordinarias y “pasada la fiesta” debe conformarse con ganar un poco menos. Pero llora miseria y pide subsidios, como lo ha hecho siempre. Y después de medio siglo de furibunda guerra contra la televisión, esta vez se la encuentra aliada con las grandes emisoras, que obviamente gozan de la benevolencia del poder.

Está quien hace morir buenas iniciativas, o las sofoca antes de que nazcan, invocando “tiempos difíciles” (hasta el punto de atrincherarse detrás de cosas sobre las cuales se debe verdaderamente llorar, como la tragedia del 11 de septiembre y el problema del terrorismo – que obviamente no tienen nada que ver con estos comportamientos miopes y presuntuosos). Mientras se sigue gastando mucho más en cosas mucho menos útiles.

Está quien ha hecho perder a los ahorristas un montón de dinero en la bolsa (con el mito de la new economy o sin él) y hoy se aprovecha de hechos resonantes como la estafa Enron (que no es, en lo más mínimo, un hecho aislado) para fingirse inocente y disfrazarse de víctima.

Está quien nunca entendió qué cosa es la internet (ni cómo puede ofrecer algún servicio realmente útil y recibir honestamente una ganancia merecida) y manifiesta su crónico y mal disimulado odio contra la red proclamando que “no puede ser gratis” y tratando de inventar algún truco para adueñarse de un camino e imponer un peaje, como los “barones ladrones” del medioevo.

Todo este lloriqueo sería sólo estúpido si no fuera perverso. Sería sólo cómico si no fuera peligroso. El problema no es sólo que los profetas de la desventura traen desgracia. Está también el hecho de que si todos buscan agarrar un pedazo de torta, y nadie está en la cocina, al final quedan algunas migajas enmohecidas. Sería mejor si los llorones se quitaran de en medio y alguno se pusiera a trabajar.



Un otro artículo con este título
(pero sobre un tema diferente)
diez años después – enero 2012



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